Como cada viernes a las dos de la tarde, sonarían las imperantes chicharras de la secundaria ubicada a la derecha del edificio donde vivo yo. Una vez más la calle se encontraría atascada de coches en movimiento y estacionados, del ruido de los niños escandalosos y felices porque nuevamente es viernes, de puestos ambulantes que entorpecen el tránsito de la gente, sin olvidar las risas y voces aturdidoras de las madres "amigas" que se reunen y chacotean a las afueras de la escuela... -va, como si no existieran suficientes cafeterías en esta ciudad-.
Sin importar el hecho de que viva en el piso número siete de once, el caos arraza conmigo, me vuelve su víctima cada viernes. Aunque he de confesar que hay ciertos viernes, muchos yo diría, que me siento junto a la ventana y observo como mi calle, callejón cincuenta y dos, se transforma de un bello callejón arbolado a un tianguis cualquiera. No, este viernes no, este viernes será distinto, este viernes... vuelve ella.
Después de tres años, vuelve del viaje aquel que comenzó en Madrid. Ese viaje por el que ella daba la vida entera y dedicaba todo ahorro, y hoy por fin vuelve. Acordamos vernos para comer, la invité a mi departamento. Bueno, realmente la invité a la azotea del edificio para recordar viejos tiempos, cuando nos juntábamos cada viernes en ese lugar. Ella eligió la hora y el menú, dijo -te veo entonces a las 2:15 donde siempre, por lo que más quieras haz esa pasta que tanto me gusta- reí y acepté. Por fin después de ciento cincuenta viernes sin ella, sin planes, volvería a la normalidad. No es que me haya desesperado u obsesionado con ella y su ausencia, simplemente sucede que este viernes ella vuelve a mí.
Era apenas la 1:30 y yo no podía separar mi vista del reloj ni de la ventana. Los puestos ambulantes comenzaban a aparecer al igual que los coches. Me encontraba tan ansioso y emocionado que no podía pensar en algo más que su regreso. La verdad es que nunca fue grato para mí el habernos separado tanto tiempo, a veces me parecía un acto un tanto egoísta de su parte, pero eso perdía importancia a comparación de la hora, 1:50. Todo aquel rencor y malos pensamientos fueron totalmente opacados por la emoción de saber que pronto la vería.
'Trrrrr - trrrrrr' ¡Las chicharras, ya son las dos! Subí corriendo las escaleras hasta llegar a la azotea, había decidido esperar los últimos quince minutos arriba. Todo estaba listo, desde antes del medio día, ya había acomodado todo. El mantel en el piso, nuestros cojines favoritos, el florero lleno de gerberas de colores, la pasta, el vino y... yo.
De pronto, a las 2:17, aparece. Sin poder evitarlo corrí a abrazarla, nos besamos de forma tal que las palabras perderían sentido si tratara de explicarlo. Pregunté -¿Qué tal el viaje?-, respondió -extraordinario... y tú, cómo has estado... se ve que nada ha cambiado por aquí, ni el ruido de la secundaria-.
En ese momento, justo cuando ella me daba la espalda y se asomaba a la calle, saqué mi pistola y le disparé. Fue entonces cuando por primera vez después de tres años, tuve nuevamente un viernes normal. Eramos la calle enmudecida, ella a mi lado y la certeza de que no la volvería a esperar.